Mi enésimo intento por diferencia la literatura de fantasía de la literatura fantástica, a partir de sus características esenciales. Añado también una reflexión personal que se cuestiona el desprecio recurrente de la fantasía ante lo fantástico, cuando aquella expresa valores muy necesarios en los tiempos que corren. Introducción En ámbitos académicos, las definiciones conceptuales suelen suponer numerosas complejidades, tanto para aquellos que procuran formularlas como para aquellos que las estudian o se enmarcan en su dimensión de trabajo. Por un lado, la definición delimita un campo y lo nominaliza, algo de particular utilidad al momento de distinguir una cosa de otras, sobre todo de aquellas con las que presenta similitudes. Por otro lado, sin embargo, la definición discreta corre el peligro de rigidizarse o esquematizarse, anulando las ambigüedades de aquello que busca definir; así como la definición difusa corre el peligro de ser tan amplia y vaga que termine por resultar inútil. Un último problema por enunciar es, naturalmente, la dificultad de llegar a un consenso conceptual en una comunidad amplia, con formaciones e intereses intelectuales distintos. En el territorio de la ficción imaginativa, una discusión aún contingente es el problema de las definiciones de sus diversas literaturas, junto con el trazado de sus fronteras y aun la propia discusión sobre la factibilidad o caducidad de estas en sí. Por cierto que una rama particularmente interesante y urgente para el contexto de Vagalumbre es la definición teórica del concepto de literatura de fantasía y distinción del concepto de literatura fantástica, muchísimo mejor posicionada tanto a nivel de academia como de fandoms. Antes de adentrarnos en tal intento de distinción, sin embargo, creo conveniente insistir en que estas palabras no pretenden presentarse como definitivas. Antes bien, han surgido como un intento de síntesis de algunos de los primeros pasos dados en un peregrinaje muy largo, y que por ello se presentan desde márgenes más bien elementales y operativos, sin ahondar en matices o recovecos más sutiles. La razón de esto es que me interesa sentar al menos un punto de partida relativamente claro, visto que, desde mi experiencia personal, esta es una distinción que sigue creando confusiones, incluso en personas que intuyen que están frente a dos expresiones literarias distintas. Creo que no se puede pretender problematizar o difuminar las fronteras de conceptos que no se entienden ni siquiera en sus formulaciones más básicas. Que estas puedan complicarse y cuestionarse más adelante, por supuesto, siempre será válido en la medida en que conozcamos algunos rudimentos. Fantasía =/= Fantástico Hoy en día, el concepto de “literatura fantástica” parece emplearse de manera indiscriminada por los fandoms hispanoamericanos para referir tanto a la fantasía como a lo fantástico. Creo que parte de esta situación en el contexto hispanoparlante se debe a la transformación del sustantivo “fantasía” (fantasy) en el adjetivo “fantástico” (fantastic), cuando en realidad “lo fantástico” o la “literatura fantástica” deriva del concepto del fantastique (un adjetivo nominalizado de origen francés), que supone una forma de ficción imaginativa muy diferente a la fantasía. Sin embargo, anulados esos matices en esta transformación, parecería ser que, erróneamente, el concepto “literatura fantástica” bastaría para abarcar ambas expresiones. Según Pitarch (2008), de hecho, el concepto de “«literatura fantástica» acaba siendo a veces un cajón de sastre para clasificar todos aquellos textos que una cultura no reconoce como miméticos” (p. 33). Sin embargo, quienes venimos de las miserias de la academia sabemos bien que “lo fantástico” posee una tradición distintiva que poco y nada tiene que ver con la fantasía, tal y como se recoge en el clásico estudio de Tzvetan Todorov, Introducción a la literatura fantástica (1970), y el trabajo de otros teóricos de esta línea, como David Roas o Rosalba Campra. Para Torodov (1980), el componente esencial de lo fantástico es la vacilación: “Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural” (p. 19). Esta vacilación refiere a una disrupción perceptiva que se extiende del personaje al narrador e, idealmente, al propio lector y que pretende desestabilizar las concepciones que este tiene del constructo de lo real. Como se puede inferir, para que tal efecto se produzca es necesario que la obra literaria haya presentado previamente un universo ficcional de perfil mimético (esto es, a partir de leyes naturales idénticas a las nuestras) para que así la inserción de lo supuestamente sobrenatural produzca el quiebre. Al respecto, Roas (2001) complementa esta idea señalando que el mundo de construcción mimética, en lo fantástico, “se verá asaltado por un fenómeno que trastornará su estabilidad. Es por eso que lo sobrenatural va a suponer siempre una amenaza para nuestra realidad, que hasta ese momento creíamos gobernada por leyes rigurosas e inmutables” (p. 8). El académico también indica que los efectos de lo fantástico suelen enmarcarse en el miedo, la muerte, la locura o la condenación de los personajes (Roas, 2001, p. 32). Cualquier lector con un mínimo de lecturas de fantasía en el corazón habrá advertido que estas bases son radicalmente distintas a la fantasía tradicional, ética y estéticamente deudora de la obra, tanto ficcional como teórica, de J.R.R Tolkien [1]. Para empezar, el fantástico típico requiere de la construcción fabulada de un mundo a imagen y semejanza del nuestro, prácticamente realista de no ser por la eventual inserción del elemento sobrenatural. La fantasía tradicional, en cambio, suele presentar lo que el propio Tolkien (1998) denominó mundo secundario, uno construido a partir de la creación de leyes específicas de funcionamiento que no tienen por qué corresponderse con las del mundo natural que conocemos (p. 162). Pero lo anterior no significa que un mundo secundario sea un universo de disparates ilógicos, caprichosos o azarosos, pues estas leyes deben ser coherentes con lo que ellas mismas plantean en el tejido textual. Esto tiene implicaciones muy interesantes. En principio, la vacilación no tiene cabida alguna en la fantasía. Si como lectores nos entregamos a la incertidumbre de las leyes de aquel mundo, es porque este está mal construido; es decir, la vacilación, en este caso, no sería un efecto estético, sino un defecto de composición. En segundo lugar, el uso del concepto “sobrenatural” se vuelve improcedente en la fantasía. Con la ironía que caracterizaba sus críticas a ciertas concepciones normativas, Tolkien señalaba: “es el hombre quien, en contraste con las hadas, es sobrenatural. . . , mientras que ellas son naturales, muchísimo más naturales que él” (p. 136). En otras palabras, el lector de fantasía reconoce que se encuentra en un universo autónomo y acepta sus leyes, si estas están bien desarrolladas, sin que se presente un elemento de disrupción para sellar el pacto narrativo. Al respecto, también es necesario recordar que tanto estas leyes como otros elementos no miméticos de la fantasía no surgen in vacuo, pues cada uno de estos componentes porta en su materia prima una traza de realidad transformada por la voluntad creadora del escritor. La fantasía también se distingue de lo fantástico a partir de sus efectos estéticos específicos. La fantasía tradicional no busca generar las sensaciones negativas enumeradas por Roas. Por el contrario, pretende ir tras efectos como la restauración del mundo (el nuestro), la redención definitiva y la realización de anhelos humanos imposibles de satisfacer de no ser por la imaginación, entre otros. Esto se encuadra en los componentes que Tolkien planteó en su seminal conferencia On Fairy-Stories (1947) [Sobre los cuentos de hadas], a la vez una poética de la propia fantasía de lectura esencial para cualquier fantasista: la evasión, la renovación y el consuelo. Ya su denominación parece introducir nociones poco validadas en la actualidad, de modo que a continuación se explicará brevemente su sentido y relevancia para esta literatura, según Tolkien. La evasión es, quizá, el concepto más familiar. La extendida idea de que al leer o escribir estas obras el amante de la fantasía “huye” en sus mundos ficcionales es un cliché que le hace un flaco favor a nuestros intentos por sostener que esta literatura habla siempre de la realidad. En realidad, Tolkien refiere a la evasión como la posibilidad de realizar de manera vicaria parte de nuestros sueños y anhelos a través de la fantasía: puesto que no podemos alcanzarlos a través de nuestra realidad, la imaginación nos permite explorar cómo sería acceder a ellos y qué nuevas experiencias, pensamientos o problemas humanos surgirían entonces. De modo que, por consiguiente, habría que distinguir entre este tipo de evasión, equiparable a la de un prisionero que busca fugarse de una cárcel (Tolkien, 1998, pp. 180–181), de la escapista, que da cuenta de la tendencia de utilizar la fantasía como una excusa para eludir el mundo real. Es decir, entre una evasión como un gesto de subversión y un escapismo como un gesto casi capitalista y consumista. En relación con lo anterior, la renovación permite trasladar aquellas experiencias y pensamientos brindados a través de la imaginación a nuestra propia realidad, devolviéndole a esta una visión prístina y más saludable (Tolkien, 1998, p. 178). Esto plantea que una buena lectura de una buena obra de fantasía debería suponer un proceso activo en el que el lector asimile un cambio de percepción y que, por medio de él, transforme y enriquezca por su cuenta el mundo a su alrededor. ¿O es que alguien no miró de manera distinta los árboles luego de conocer a los Ents del propio Tolkien? Por último, el consuelo tiene que ver también con la realización imaginativa de un anhelo humano, pero uno específico: la redención, que Tolkien identifica como la expresión y misión máximas de la fantasía: la eucatástrofe. Es decir, una “buena catástrofe”: un repentino giro hacia el desenlace de una historia que se entregue al final feliz propio del cuento de hadas (Tokien, 1998, 186-187)[2]. Desde luego, esto no quiere decir que la fantasía presente un planteamiento edulcorado. La fantasía no niega el dolor ni las pérdidas de una historia, sino la catástrofe definitiva, la desesperación y el nihilismo. El Señor de los Anillos desarrolla un magistral ejemplo de eucatástrofe al exponer cómo la destrucción del Anillo Único no puede impedir el lento declinar de la Tierra Media ni la forzosa partida que debe emprender Frodo, quien finalmente salvó su mundo, pero no para él. Pero sabemos que algo de la belleza de los viejos días persistirá aún, al menos por un tiempo, y que los hobbits que sobrevivieron al saneamiento de la Comarca, estúpidos y banales, estarán bien. ¿No es aquel un final feliz que resulta aún más hermoso con el rocío de la tristeza brillándole encima? El problema de lo maravilloso Aún falta un último punto por aclarar: el ambiguo lugar del concepto de “lo maravilloso” en esta discusión, que podríamos pensar inicialmente como el más cercano a la fantasía. En efecto, Todorov define así lo maravilloso: “estar inmerso en un mundo cuyas leyes son totalmente diferentes de las nuestras; por tal motivo, los acontecimientos sobrenaturales que se producen no son en absoluto inquietantes” (p. 124). Roas, a su vez, concibe que lo maravilloso es la naturalización de lo sobrenatural (p. 10). Sin embargo, ¿cómo y en qué momento cabría identificar este proceso? Es evidente que el mundo secundario de la fantasía jamás se “naturaliza”: siempre es natural; solo que la suya era una naturalidad distinta a la de nuestro mundo. La formulación de aquella pregunta, entonces, implica que ambos teóricos persisten en el empleo de conceptos propios de lo fantástico para describir una literatura muy distinta. Una nueva pregunta: ¿por qué? Mi tentativa de respuesta, naturalmente polémica, es porque no les interesa realmente la fantasía sino en función de apartarla, casi con un manotazo simbólico, de lo fantástico, por un esnobismo no asumido. Como indica Morales (2005), por ejemplo, “para Roger Callois, lo fantástico habría evolucionado de lo maravilloso, y el primero pertenecería a la literatura culta, mientras que el segundo se habría quedado relegado a la literatura menos letrada” (p. 126). Al respecto, una de las mejores críticas que he visto sobre este tipo de apreciaciones es la de Clúa (2017). A propósito de las palabras de Roas, ella plantea que “En realidad, Roas sigue la estela de otros teóricos que tienden a mirar con displicencia el dominio de lo que denominan maravilloso, planteándolo como un territorio bastante uniforme y hasta naif, cuya autonomía y aparente falta de rigurosidad en la organización de sus propios ‘imposibles’ (‘todo es posible’) parece estar orientada a la complacencia del lector” (Clúa, 2017, sec. Fantástico-(gótico)-maravilloso). En otras palabras, muchos teóricos de lo fantástico simplemente desprecian los valores y efectos de la fantasía como arte literario, por considerarlos inferiores a los de lo fantástico, en lugar de concebirlos como simplemente distintos o, mejor aún, complementarios. Aquella me parece una buena razón para resistirse, como yo lo he hecho, al uso del viciado concepto de lo maravilloso. Conclusiones Antes de cerrar este texto, creo necesario hacer de aquella resistencia algo más activo y pensar críticamente en por qué los efectos habituales de lo fantástico, claramente destructivos, son preferibles a los de la fantasía tradicional, claramente restauradores. Es algo a lo que me he dedicado últimamente sin dar aún con una respuesta, aunque quizá tampoco necesite una, pues se trata de un asunto muy, muy complejo. Quizá preguntas como estas bastan, simplemente, para hacernos caminar un poco más lejos. Precisamente por ello me he abocado a la redacción de estas líneas, que he escrito de otras formas un sinfín de veces a lo largo de varios años, como quien corta las cabezas de una hidra. Al igual que en cada una de esas ocasiones, me niego a pensar que la revisión teórica crítica aquí glosada sea inútil, una exquisitez intelectual de académicos. Para mí, como lectora, autora e investigadora, es de crucial importancia. Antes que todo, mi trabajo en ella a lo largo del tiempo me ha permitido entender mejor por qué desde siempre he amado a la fantasía por sobre todas las otras expresiones ficcionales, permitiéndome descubrir de nuevas formas su valor poético y político y lo mucho que esta literatura ha tenido que luchar contra los prejuicios, tanto de académicos como de los fanáticos de lo fantástico y la ciencia ficción, para crearse un espacio y llegar a los lectores correctos. Ahora bien, en un plano más abierto, me he preguntado si me molesta realmente el uso del concepto “literatura fantástica” como el cajón de sastre al que aludía Pitarch, es decir, para que abarque todo tipo de ficciones imaginativas. En sí mismo, no. La academia angloparlante suele usar indistintamente fantasy y fantastic, pero efectivamente recoge a lo que ahora entendemos por fantasía entre sus numerosos estudios. Esto no parece suceder ni en la academia hispanoamericana ni en los fandoms. Para estos espacios, la “literatura fantástica” y aun la “fantasía” es siempre y exclusivamente lo fantástico. Cuando aparece la verdadera fantasía, se la suele concebir erróneamente como una mera categoría comercial y/o exclusivamente infantojuvenil y de aparición reciente, cuando no como una infraliteratura (a lo Callois), y se la define de maneras torpes y poco rigurosas, apenas señalando caóticamente un puñado de elementos genéricos que, para peor, solo corresponden a una subcategoría de la fantasía, como lo es la medievalista: dragones, castillos, guerreros, espadas mágicas, etc. Al respecto, no deja de ser lamentable que aquellos que luchan por abrir nuevos espacios para la ciencia ficción y lo fantástico puedan ser a veces tanto o más despreciativos hacia la fantasía que los propios académicos y lectores de realismo, cuando deberían ser nuestros aliados. A partir de lo anterior, creo que el verdadero problema con la indeterminación conceptual de la fantasía no es tanto una obsesión por la definición perfecta (que no existe, obviamente) como por el hecho de que la falta de rigor y pasión en su conceptualización la ha invisibilizado o ridiculizado en diversos frentes. Pero quienes amamos la imaginación no podemos permitir que una de sus más bellas manifestaciones estéticas se pierda solo por este tipo de prejuicios. Así como lo fantástico y la ciencia ficción han demostrado ser literaturas tremendamente valiosas en la historia literaria y necesarias para entender mejor nuestra sociedad, es hora de que los recelosos (u odiosos) se atrevan al fin a mirar a la cara a la fantasía y comiencen a descubrir qué es lo que esta puede aportarnos para mejorar nuestra vida, a partir de aquellos valores ya enunciados. En un mundo caído como aquel en el que nos encontramos, lleno de dolor y miseria, considero que necesitamos más que nunca la esperanza y redención de la eucatástrofe, el sentido de destino del héroe y el avasallador poder de la imaginación en su más pura expresión, como liberación antes que como escape o consumismo. Porque, bien escrita y leída, e idealmente bien pensada y estudiada, la fantasía acaso no solo nos suponga una vía más para restaurar el mundo, sino también una de las más hermosas. Y desde luego que es, para mí, la vía que definió mi destino. Notas [1] Es evidente que tanto el campo cultural como los valores ético-estéticos predominantes la fantasía han cambiado mucho en el tiempo. De hecho, en los ámbitos angloparlantes, el debate en torno a una fantasía post-tolkeniana lleva ya unas cuantas décadas, aunque esto parece nacer más de una ansiedad de la influencia mal trabajada, de ribetes egocéntricos y comerciales, antes que a un genuino deseo artístico o intelectual de dialogar o discutir con la obra de Tolkien y su crucial relevancia para el género. Previamente, abordé parte de estas inquietudes en mi ensayo “Di amigo y entra: una discusión de la obra de J.R.R. Tolkien como portal de entrada a la Fantasía”. [2] Si bien la eucatástrofe posee inspiración cristiana (para Tolkien, la Resurrección de Jesús representaría su expresión más importante), es necesario mencionar la obviedad de que sus autores no necesariamente deben ser cristianos. Del mismo modo, es importante recordar la importancia de la tradición intelectual y artística de pensadores y artistas cristianos para la conformación de la cultura occidental, importancia que sin duda trasciende nuestras creencias personales. En todo caso, es perfectamente posible realizar una lectura secular de la eucatástrofe. Referencias Clúa, I. (2017). A lomo de dragones. Introducción al estudio de la fantasía (1°; Noemí Novell Monroy, ed.). Ciudad de México: Bonilla Artiga Editores. Morales, A. M. (2005). Lo maravilloso medieval en literatura. El Hilo de La Fabula, (2/3), 118–128. https://doi.org/10.14409/hf.v1i2/3.1742 Pitarch, P. (2008). Género y fantasía heroica. En Isabel Clúa (Ed.), Género y cultura popular (pp. 33–64). Edicions UAB. Roas, D. (2001). La amenaza de lo fantástico. En David Roas (Ed.), Teorías de lo fantástica (pp. 7–46). Madrid: Arco Libros. Todorov, T. (1980). Introducción a la literatura fantástica. México D.F: Premia. Tolkien, J. R. R. (1998). Sobre los cuentos de hadas. En Los monstruos y los críticos (pp. 133–193). Barcelona: Minotauro. Los comentarios están cerrados.
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AutoraPaula Rivera DonosoSi alguno de estos textos te es de utilidad, ¡recuerda citarme en tu bibliografía! También puedes hacer una donación en el botón de abajo. Muchas gracias~
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