Una de mis primeras aproximaciones, completamente intuitiva (y, por tanto, llena de vaguedades), hacia una Fantasía que se apartara de algunos valores y particularidades de su acepción épica. Evidentemente, en el texto estaba pensando en la fantasía épica más formulaica y genérica, por lo que la crítica debiera entenderse ante todo para obras que se enmarquen en esa expresión. El origen de esta columna tiene una larga explicación de carácter personal. Intentaré hacerla breve: Cuando era niña y me preguntaban qué tipo de libros me gustaba leer, resultaba fácil para mí explicar mis temas favoritos, y la gente parecía entenderme igual de fácilmente, aun cuando la palabra “Fantasía” no fuese pronunciada. Ya de adolescente, con el descubrimiento de nuevas obras y estéticas, la cosa se fue complicando. Recuerdo mi entusiasmo inicial al escuchar por primera vez que veríamos el concepto de “literatura fantástica” en clases y el desconcierto posterior, al comprender que lo que consideraba como tal no tenía nada que ver con las obras o autores que yo amaba. Entonces, si “literatura fantástica” no era el término adecuado, ¿cómo podría llamarle a esta estética que tan importante era para mí? Buscando y buscando, di con otro término: fantasía épica. Y comencé a usarlo y rastrear más obras y autores que pudiesen ser importantes para mí. Llegué a muchos sitios españoles, por supuesto, pero había algo en las obras que reseñaban o escribían que no era de mi pleno interés. Paralelamente, con la masificación de lo fantástico en Chile, contexto en el que cualquier estupidez sobrenatural era considerada parte de la Fantasía, tenía que recurrir a palabras genéricas como “dragón”, “castillo”, “guerreros”, “hechizos” y cosas similares para que entendieran de lo que estaba hablando. Pero, curiosamente, lo que más me gustaba a mí de la Fantasía —y lo que por esos años había empezado a escribir— no tenía necesariamente todos esos elementos. Había algo que no estaba funcionando, pero no podía entender bien qué era. Tuvo que pasar bastante tiempo luego de ese descubrimiento para comprender que, en realidad, la fantasía épica no era sino una parte opcional de la Fantasía, como una pequeña delimitación de terreno, y que ésta en realidad era un mundo entero, uno cuya totalidad podía ser infinitamente más rica, plena y vívida. ¿De qué hablamos cuando hablamos de fantasía épica? La pregunta es más complicada de lo que parece, según a quién preguntemos. Lo que sí parece estar más o menos claro son los referentes, principalmente la épica clásica y los cantares de gesta. De ambos, a muy grandes rasgos, se rescatan aspectos como el belicismo a través del enfrentamiento de enormes ejércitos, la intervención de poderes divinos, mágicos o sobrenaturales, la influencia inescapable del destino o el hado o la forja heroica, entre otros. El punto es torcer la pregunta y preguntarnos cómo y por qué estos aspectos, que pertenecen a formas literarias ancladas en un contexto determinado e irrepetible (bastante antiguo, por lo demás), siguen siendo vigentes para tanta gente en un contexto como el nuestro. Porque hoy en día no cabe duda de que el adjetivo “épico” goza de excelente popularidad. Cuando decimos que una historia es “épica”, probablemente apuntemos a la majestuosidad, a contiendas bélicas de enorme magnitud, a peligrosas aventuras de las que siempre se sale bien librado, a proezas o sacrificios heroicos, a poderes primordiales enfrentados y que probablemente entreguen la derrota al que lleve el adjetivo “oscuro” o “negro” en su nombre. Lo épico entendido así sugiere convertir en un superficial y banal espectáculo características que tenían sentido estético y formativo en la épica tradicional. Podría argumentarse que justamente estas nuevas historias épicas intentan acercar de manera amena al público contemporáneo a una forma de vida distinta, en la que la humanidad era más heroica. El problema es que, en este proceso de atraer al público, ya sea a través de películas, novelas, videojuegos o medios narrativos similares, se lleva a cabo un proceso que no hace más que simplificar estos antiguos valores, caricaturizándolos. Así, por ejemplo, es probable que en estas historias jamás nos enteremos de lo que siente un guerrero raso en la batalla ante la obligación de matar a quien se ponga en su camino, en una guerra que no le pertenece y de la que no ganará nada. ¿Se acordará de su familia alguna vez? ¿Pensará en la familia de los otros a los que acaba de matar? ¿Por qué se ha visto inmerso en la guerra? ¿Cómo verá las estrellas el día antes de la batalla? Preguntas que casi nunca tienen respuesta, fuera de un par de escenas descriptivas que son, de hecho, las que deberían conllevar los otros horrores de lo que significa participar en una guerra. Al parecer, la mayoría de estas historias prefieren centrarse en las sensaciones de aquel guerrero raso que estará destinado a dejar de serlo y que, desde luego, sobrevivirá a la guerra (o al menos hasta la escena final, con una muerte heroica que será recordada por etcétera). Pero las cosas empeoran cuando estos rasgos, que podrían perfectamente desarrollarse de manera más descriptiva y naturalista en relatos históricos, se asocian a la Fantasía. Porque la esencia de la Fantasía, de hecho, se contrapone a ellos. Tal y como acertadamente señala Emilio Araya en su propia columna sobre los problemas de la fantasía épica: “[…] los grandes «temas» de la Fantasía (a secas) son interiores. Frente a la parafernalia exógena de la Fantasía Épica, la primera propone no la guerra, sino el conflicto espiritual y moral de sus protagonistas”. A eso se le puede añadir que la Fantasía no carece de contiendas, pero éstas se plasman a un nivel interno, o bien, interpersonal, pero no necesariamente con una espada o arma cualquiera en mano. Es sencillo narrar o ver o leer una escena en la que dos personajes son rivales y en la que uno debe matar al otro. Nos adentramos en un combate físico, quizá con un par de diálogos rígidos por aquí y allá para darle un barniz de falso dramatismo, y ya está: el que debe caer, cae ensangrentado (o a un abismo, gritando estentóreamente), y el vencedor asume su victoria para restablecer el orden perdido. Pero… ¿y si tu verdadero rival fuera tu propio yo estilizado, que te ha hecho olvidar tu Nombre Verdadero y tu vida real, del otro lado de un libro? ¿Y si, en el momento en el que el héroe debería ganar y volver a casa, sucumbe ante la tentación y es mal librado por enemigos menores, encontrándose con que no ya no tiene hogar al que volver? ¿Y si la única forma de vencer a un oponente que te ha perseguido por años fuese abrazándolo y fundiéndose en él? Acabo de citar los clímax de algunos clásicos de la Fantasía que, sin eliminar aspectos épicos de su conformación narrativa, cuentan historias que van mucho más allá de héroes o enfrentamientos bélicos. ¿Puedes reconocerlos? Haré ahora una descripción “épica” para cada uno: un niño gordo y dócil que se convierte en héroe al salvar el mundo de la novela que está leyendo; un hombrecillo al que se le encarga una misión casi imposible, pero que logra culminar gracias al esfuerzo de los ejércitos de las razas libres; un joven común que se convierte en Archimago. ¿Ahora queda más claro? Las obras, en orden, corresponden a La historia interminable, El Señor de los Anillos y Un mago de Terramar. ¿Pero qué es lo que en verdad hace que estas obras no se limiten a sus rasgos épicos? O, mejor dicho, ya que estamos torciendo preguntas, ¿de qué manera la Fantasía se hace presente en ellas de modo que la dimensión épica se les haga insuficiente? Por qué la Fantasía trasciende la fantasía épica En una columna en mi blog personal, titulada “Cuando la Fantasía no salva el mundo, sino tu mundo”, expuse una postura ante la Fantasía que me ha rondado desde que volví críticamente a esta estética: la Fantasía debiera entregar esperanzas y sanar. Creo que uno de los rasgos distintivos de la mejor Fantasía es este efecto catártico que logra provocar en un lector que se atreva a adentrarse íntimamente en las obras, algo que no entrega ninguna otra corriente estética de la misma forma. Al menos es lo que yo pude reconocer en mis obras favoritas del género como aquello que más amé de ellas: la forma en la que cambiaron mi vida (y que, de hecho, me mantuvieron en ella). Entre éstas se cuentan, por supuesto, las que cité anteriormente. Por supuesto, hay mucha gente que también las adora, pero por razones distintas a las mías. Lo curioso es cuando las adora por razones ligadas a lo épico, porque entonces siento que sus motivos son totalmente opuestos a los míos. Me refiero al proceso de transformación de héroe en Bastián tras acceder a escapar de la realidad por sus problemas, las batallas que los ejércitos humanos libraron mientras Frodo intentaba (fallidamente) renunciar al Anillo y los poderes de Achimago de Ged. He aquí donde es posible identificar con facilidad un aspecto en que la Fantasía supera a la Fantasía Épica: donde ésta última parece buscar siempre —y de manera más o menos lineal— el honor, la gloria, el poder o la victoria, la Fantasía deconstruye, derriba y orilla a decidir voluntariamente sacrificios, entregas o humildad. En la fantasía épica, el fin justifica los medios: murieron muchas personas, pero se salvó el mundo. Hurra. En la Fantasía, cada muerte y cada pérdida pesa, y hace que la contemplación del mundo que se acaba de salvar tenga una sensación amarga. O que, incluso, se pueda llegar a cuestionar. ¿De qué me sirve salvar el mundo si hice sufrir a mi madre hasta la muerte? ¿De qué me sirven los vítores, si no tengo hogar al que volver para realizar la única celebración que importa? Esto es algo que la fantasía épica parece haber olvidado: toda contienda verdaderamente importante o la necesidad imperiosa de salvar el mundo debiera nacer de algo personal. Quiero salvar el mundo para que tú vivas en él y lo disfrutes. Quiero salvar el mundo porque sólo en él puedo crear, o porque disfruto de su belleza. No quiero salvar al mundo porque ese sea mi destino o yo sea el Elegido: quiero salvar el mundo que realmente me importa, donde vive la gente que amo y donde, cada tarde, escribo una historia. Porque esos son, precisamente, los aspectos de las obras que puedo traer a mi realidad. A mí no me sirve de nada leer sobre hombres que se matan a espadazos o de dioses ancestrales que se lanzan bolas de energía. Me podría divertir, sí, pero no es eso lo que busco en una obra literaria (o de pretensiones estéticas, para ampliar los formatos). No es lo que busco en la Fantasía, porque en ella aprendí a amar otras cosas, cosas que sí pude traerme aquí y que me salvaron. Busco una Fantasía que me cuente una historia sobre las consecuencias de perderte en el mundo de un libro y forjarte una identidad que no te pertenece, sobre lo que significa salvar un mundo que te ha herido más allá de la sanación y del que tendrás que marcharte nada más volver, o sobre lo que significa tener que renunciar a tu poder y reamar tu existencia a partir de entregarte a la persona que amas. Esos son mis temas porque esas han sido —o van camino a ser— mis experiencias de vida. * Esta columna se publicó originalmente en enero de 2014 en Fantasía Austral.
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AutoraPaula Rivera DonosoSi alguno de estos textos te es de utilidad, ¡recuerda citarme en tu bibliografía! También puedes hacer una donación en el botón de abajo. Muchas gracias~
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