Una columna que aborda algunas concepciones importantes de la novela de Ursula K. Le Guin y que proyecta lo que estas podrían implicar, metafóricamente, en el viaje del propio escritor de Fantasía. «Solo en el silencio la palabra»: así comienza el epígrafe que introduce Un mago de Terramar (1968). Asimismo, estas palabras corresponden al inicio de la canción «La creación de Ea», que el protagonista conoce mientras aún es un aprendiz en Roke y que posteriormente, tanto él como el lector, reinterpretarán al final del peregrinaje narrado por la novela. Recordé este verso cuando surgió la posibilidad de participar de este bello proyecto colectivo en honor a Ursula K. Le Guin y descubrí que casi la totalidad de propuestas de artículos cubrían su dimensión como autora de ciencia ficción. Siendo yo autora y lectora de fantasía con un interés bastante reducido hacia otras estéticas imaginativas, y sabiendo que la propia Ursula se resistía a una caracterización restringida de su perfil como escritora, me pareció que era una valiosa oportunidad para encender la llama de mi amor por Terramar en estas páginas, aunque provocaran una luz tenue. Solo en el silencio la palabra: solo en la hegemonía de la ciencia ficción, la anomalía de la fantasía. Sin embargo, hemos de concordar en que la principal obra de fantasía de Ursula fue mucho más que una anomalía en su producción literaria. Historias de Terramar es, probablemente, la saga de fantasía contemporánea más bella junto a El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien, su confeso maestro. De hecho, me desconcierta que se siga hablando de la alargada sombra del autor inglés como una condena para la originalidad fantástica, pues el trabajo de Ursula de hace ya medio siglo demostró que es posible innovar críticamente desde la propia obra sin atacar el corazón de aquel referente tan hermoso que, pese a sus ausencias o carencias, trazó la ruta del mapa que casi todos los fantasistas recorremos. Desde luego, una serie tan rica como Historias de Terramar es prácticamente inabordable en un artículo como este. Incluso lo es Un mago de Terramar, como lo comprobé en mi reciente relectura. Pero entre los numerosos aspectos que me llamaron la atención, uno destacó por sobre los demás: la importancia del lenguaje, tanto en su potencial mágico y lingüístico a nivel de historia como en su potencial literario a nivel de novela ya canónica en la fantasía contemporánea. La palabra, en los magos de Terramar, tiene el poder de transformar el mundo. Nuestras lenguas terrestres, en su percepción general, poseen una brecha insalvable, que es un punto de partida para los estudios lingüísticos estructuralistas: las palabras (significantes) no son las cosas que denominan (significados). Nos parece que nada hay en una palabra concreta de cualquier idioma que remita a la naturaleza esencial de lo que está nombrando en su sonoridad o grafía. La lengua mágica, en cambio, carece de esta brecha. La lengua mágica, al momento de expresarse, ya no solo otorga un nombre reconocible a una cosa, sino que la invoca al mundo, la (re)crea de manera concreta. La palabra es la cosa. Para algunos especialistas, el gran conflicto de Un mago de Terramar puede leerse como una transformación literaria de este elemento lingüístico. Un joven Ged, promisorio aprendiz de mago, transgrede un tabú y libera una fuerza temible, la Sombra, que lo perseguirá incansablemente. Significante y significado se ven apartados: Ged sufre un quiebre en su formación como mago y como hombre, y todo su peregrinaje estribará en un largo viaje para reparar esta ruptura y alcanzar un estado de integración superior, incluso, al inicial. Por mi parte, este conflicto me recuerda a la bella etimología griega de la palabra símbolo: originalmente, el symballein era un objeto destinado a reunir a la gente por medio del reconocimiento de sus partes; el acto de romper este objeto y al gesto de separar se denomina diaballein. ¿No asociamos todos, creyentes o no, la figura diabólica a la ruptura, a la destrucción, a la desunión? Como si él mismo fuese un symballein partido en dos, Ged busca una restauración que bien podríamos considerar espiritual, sobre todo porque el joven termina por comprender que la Sombra es parte de sí mismo, no su rival. Se ha escrito muchísimo de este encuentro definitivo, pero solo deseo aquí destacar el maravilloso hecho de que Ged ocupe su propio nombre (el verdadero: aquel que es significante y significado al mismo tiempo) para llamar a la Sombra y así llevar a cabo su reintegración a partir de su unión con ella. Esta conciliación de ambos en una sola entidad será un hito que permitirá al protagonista convertirse en uno de los magos más importantes de Terramar, lo que lo llevará a emprender a la vez diversas búsquedas de nuevas uniones. Ahora, ¿qué sería de una novela con semejantes implicancias temáticas si no estuviese bien narrada, si su prosa no fuese tan bella y profunda como lo historia que busca contar? Ursula siempre destacó la relevancia del estilo en la fantasía, hasta el punto de considerarlo uno de sus elementos distintivos por encima de la incrustación de criaturas maravillosas, algo que siguen creyendo algunos despistados cuando se burlan de las “dragonadas”. Aunque muchos lectores hispanos conocimos su estilo primero a través de las traducciones de Matilde Horne, es indudable que esta novela de Ursula posee una fuerza poética e introspectiva arrolladoras, sin perder nunca su cualidad de historia plenamente accesible y atractiva para diversos tipos de lectores. En tiempos en los que la fantasía aún no se libera de la tiranía de los mamotretos llenos de oraciones toscas, la elegancia y contención de la escritura de la autora en Un mago de Terramar aún resultan frescas. Releer esta novela en este periodo, sabiendo que ahora Ursula se ha sumado a nuestros maestros allende el Umbral, me ha resultado una experiencia sobrecogedora. Había olvidado que el acto de leer y escribir fantasía se parecía tanto a esa icónica imagen que le debemos a ella: la de un joven mago navegando a solas los mares, abrumado pero no desamparado, en busca de esa restauración definitiva que solo él puede conseguir a través de su propia expiación. Porque la fantasía no es la gloria hueca de la batalla ganada, sino las lágrimas de quien logró vencerse y perdonarse a sí mismo. Tampoco es el oro del dragón asesinado, sino su numinosa efigie viva recortada contra las nubes y el temblor de su canto. Menos aún es la espada cubierta de la sangre de un hermano humano, sino la vara mágica en la que aún respira el árbol transmutado. Y, ante todo, no es una prosa hecha de oraciones siempre cortas y bastas, confeccionadas a medida para enganchar, palabras que, de ser rozadas con los dedos, nos dejarían un polvillo de hierro en las yemas, sino una prosa porosa y tan plagada de recovecos de belleza y maravilla como de penumbras y tristezas: un mundo entero recreado bajo el calor del aliento y el relieve de las grafías. ¿Qué nos queda, pues, a los fantasistas de Un mago de Terramar como novela, además de su indiscutible valor como obra emblemática de la fantasía contemporánea? Yo me atrevo a decir que un modelo ético. Los autores de fantasía somos también magos que conjuramos mundos y objetos imposibles con nuestro lenguaje. Nuestra responsabilidad está ligada, entonces, a la palabra, no a las ventas, la fama o las conexiones sociales entre pares; ni siquiera a los editores o a los lectores. Y, en su sentido último, nuestra responsabilidad está también ligada a la reparación del mundo. Ursula usó su voz para defender el valor de la literatura, la imaginación y la humanidad hasta el final. Ged cruzó las tierras y los mares para que la suya pudiera sanar a la vez su espíritu y Terramar, y más tarde, en La costa más lejana, llegó a entregarla para cerrar la brecha del desequilibrio. Desgraciadamente, voces como esas se ven poco ya en nuestro mundo. Los halcones que nos quedan vuelan tan alejados de todo que es muy difícil reconocerlos. Sí se ven muchos otros pájaros que, por volar más cercanos a la tierra, parecen acaparar todo el cielo y disputarse la atención de sus observadores con sus vuelos vanidosos. Pero el halcón ha de volar en el cielo vacío, pues solo así su vuelo brillará de verdad. Creo que nosotros hemos de aspirar a ser como halcones, a aprender a volar desde el propio viento antes que desde un pájaro de vana naturaleza. No hemos de formar nuestras voces para que canten a tono con las dominantes, las exitosas, las validadas. No en vano el joven Ged me ha recordado que más vale volver a los peligros del camino que dejarse embaucar por las promesas de poder de una hibris aún peor que la propia Sombra liberada. Así que, compañeros fantasistas, nietos de la fantasía de Ursula K. Le Guin, no prestemos caso a bandadas menores, ni a las voces de los magos torcidos, ni a los atajos de ese camino en el que más vale morir en tristeza y soledad que traicionar. Quiera el destino que seamos como Ged en alta mar y logremos salir al encuentro de nuestra Sombra para bautizarla con nuestro propio nombre. Todo parecerá ir en nuestra contra, pero hemos de recordar las palabras con las que conocimos Terramar, hoy nuestra plegaria: Solo en el cielo la palabra, solo en la oscuridad la luz, solo en la muerte la vida; el vuelo del halcón brilla en el cielo vacío. * Este texto se publicó originalmente en la revista SuperSonic n° 17, en junio de 2018.
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AutoraPaula Rivera DonosoSi alguno de estos textos te es de utilidad, ¡recuerda citarme en tu bibliografía! También puedes hacer una donación en el botón de abajo. Muchas gracias~
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