Se suele pensar que las grandes decisiones de nuestra vida se toman a partir de la adolescencia. Pero de niños también decidíamos cosas importantes: qué consola tener, por ejemplo. En este texto, a propósito del poema "The Road not Taken" de Robert Frost, reflexiono sobre cómo elecciones aparentemente tan banales como esa influyen radicalmente en nuestra experiencia. Two roads diverged in a yellow wood, And sorry I could not travel both […] Así comienza “The Road not Taken”, uno de los poemas más conocidos del poeta norteamericano Robert Frost. En sus versos, el hablante lírico señala cómo decide finalmente avanzar por un solo camino a expensas del otro, pensando en lo que habría sucedido de haber elegido el descartado y preguntándose si realmente hubiera deseado regresar. Como suele suceder en la poesía, este poema ha sido objeto de numerosas interpretaciones, pero la que me importa ahora es, quizá, una de las más obvias: el sentido que ha tenido, a lo largo de nuestra vida, elegir un camino y no otro. ¿Qué es lo que perdemos en el proceso? ¿Se trata de algo recuperable con el tiempo? ¿Hemos tomado la decisión correcta o, al menos, ha valido la pena? Podría pensarse que este tipo de preguntas empiezan a brotar a partir de la adolescencia y que se instalan de lleno en las diversas crisis de la edad adulta, y esa suposición parece bastante acertada. De niños o preadolescentes no teníamos demasiado tiempo para reflexionar en aquel camino rechazado porque la senda que teníamos enfrente se bifurcaba casi a cada paso que dábamos. Nuestra única ocupación era avanzar. Los días parecían un ramillete infinito en lugar de un puñado de arena lentamente desintegrándose en nuestras manos. Sin embargo, me parece incorrecto pensar por ello que de niños no tomáramos ninguna decisión relevante para nuestra vida, de esas que cambiarían por completo y para siempre las personas que seríamos. Por supuesto, seguramente por entonces no teníamos ese tipo de conciencia, pero lo más probable es que presintiéramos que estábamos ante algo importante y que debíamos elegir con cuidado, al menos por el bien de ese futuro que a duras penas se extendía hasta el siguiente verano. No eran, desde luego, decisiones convencionales propias de la vida adulta, como elegir algo que estudiar, comprometerse con la pareja, cambiar de trabajo o embarcarse en algún tipo de emprendimiento. Tampoco eran de esas decisiones que influían radicalmente en nuestra vida infantil, como cambiar de colegio, vivir en un piso o en un casa con patio, o decidir cuánto tiempo quedarse con uno de nuestros padres cuando estaban separados: esas las elegía nuestra familia y no siempre con la sensatez que habríamos necesitado. En realidad, estoy pensando en elecciones menores en relevancia social, hasta el punto en que alguien podría burlarse de ellas de no haber tenido que encontrarse ante una bifurcación similar en su infancia. Pienso específicamente en ese momento crucial en que al fin se nos dio la oportunidad de tener nuestra consola al día con la generación vigente, teniendo que optar por una compañía en lugar de otra. Mi primera consola fue una SNES. Me la habían prometido como regalo por mis buenas notas en el colegio, propuesta que me fascinó y que me hizo acercarme desde entonces a los videojuegos con el entusiasmo torpe de un cachorro juguetón que, creo, nunca me abandonó del todo. Sin embargo, estando ya en la tienda misma, se arrepintieron: era demasiado cara. Pasé muchos años esperando que al fin se animaran a comprármela (e intentando superar el trauma), hasta el día en que finalmente llegó a mí: usada y con un cartucho de Super Mario Kart. La humillación se había saneado y ese postergado vínculo con Nintendo se había al fin enlazado. Fui muy feliz con mi SNES. A diferencia de otros niños que en su momento también se habían obsesionado con las consolas, para posteriormente reemplazarlas por otro entretenimiento, yo me mantuve ahí, con el joystick en la mano. Los videojuegos me acompañaron y me entregaron un consuelo que no recuerdo haber recibido de ningún otro niño. En cierto modo, ellos eran mis amigos. Por eso, cuando llegué a la preadolescencia no podía entender cómo muchos chicos de mi edad optaban por cambiar sus consolas, que les habían entregado tanta diversión y compañía, en parte de pago por las de nueva generación. ¿Se cambiaba un amigo cuando llegaba otro de superiores capacidades? Por entonces aún creía que no; por ello, su actitud me resultaba un doloroso enigma. Sin embargo, para personas de nuestra situación económica esa parecía la única solución: actualizarse sacrificándolo todo o desfallecer en medio de un lote de cartuchos explorados hasta la saciedad, que ya casi nadie quería volver a jugar. La Nintendo 64 lo inundaba todo por esos días: tiendas, comerciales, conversaciones por los pasillos escolares. Por supuesto que yo quería jugar Super Mario 64 en mi casa, en lugar de tener que pagar una hora de juego en una tienda sólo para darme vueltas alrededor del castillo. Pero si eso me significaba desprenderme de mis SNES, no estaba dispuesta a hacerlo. La SNES había llegado a mi vida cuando su popularidad ya estaba decayendo y la había disfrutado igualmente. Podía esperar lo que fuese necesario. Y esperé y esperé y esperé. Esperé tanto que la vida me sorprendió con otras tragedias mucho más dolorosas que no poder tener una nueva consola, y a la vez mucho más naturales y comunes. Pero, a causa de esa situación, de pronto se me presentó la oportunidad de actualizarme sin necesidad de vender mi SNES. Mi madre, en esta oportunidad, lo dejó en mis manos: dime qué consola quieres que te compre. Lo obvio era ir enseguida por la Nintendo 64. Me recuerdo a mí misma intentando explicarle de manera casi literal: “Tiene que ser Nintendo y no Sony. La deuda no es con ella”. La deuda. Era una nintendofangirl y eso me llenaba de orgullo. Si tienes un amigo, no vas y lo traicionas con su archienemigo. Yo me mantendría fiel, me dije. Compraría una Nintendo 64 y jugaría Super Mario 64, Ocarina of Time y todos esos juegos maravillosos de los que hablaba, con un sesgo tremendo, la Club Nintendo, la única revista de videojuegos que compraba. Los dos caminos se bifurcaban en el bosque de mi adolescencia y creía que ya tenía mi elección decidida de antemano. Pero entonces vino la exploración, la búsqueda y la reflexión: detenerse un momento antes de dar el primer paso y entender de dónde tendría que venir. Mi videojuego favorito de consola era Super Mario RPG, mi único RPG. Quería jugar muchísimos más juegos como ese, pero de pronto descubrí que la Nintendo 64 tenía poquísimos títulos como este en su catálogo. El titubeo se volvió trastabilla cuando comencé a enterarme de las bondades de Final Fantasy VII. ¡Un juego cuyo título tenía la palabra “Fantasía”! ¿Qué más podía esperar de la vida, cuando acababa de iniciar mis primeros proyectos de escritura? Me pareció que era una señal y que debía obedecer a ella. Y entonces, sintiéndome en parte horrible por la traición que estaba a punto de hacer y en parte exaltada, decidí comprar una Playstation con Final Fantasy VII. En otras palabras, elegí el camino contrario al que pensé que tenía destinado desde el inicio de los tiempos como jugadora. Llegué a jugar muchísimos RPG en Playstation y todos ellos me enseñaron muchas cosas, e inspiraron otras para mis propias historias. No eché de menos a la Nintendo 64, si he de ser franca. Dejé incluso de comprar la Club Nintendo y me cambié a Playmania. Las revistas españolas llegaban con tanto tiempo de retraso a Chile (medio año, aproximadamente), que apenas me sentía desfasada con las novedades que a duras penas podía adquirir. Con el tiempo, terminé olvidando mi implícita analogía entre las consolas de Nintendo y los amigos, pero el efecto de la de Sony fue idéntico en mí. ¿Y si en realidad el amigo fuese siempre el mismo y sólo hubiera cambiado de aspecto? ¿Y si en realidad mi soledad me hacía tener delirios absurdos con máquinas mudas? Qué importaba: me sentía feliz otra vez. Ni siquiera me urgía ya conocer la existencia de Playstation 2 en el horizonte, a la que quizá llegaría a comprar algún día. Pues bien, no lo hice. Tampoco compré Playstation 3 ni ninguna otra consola desde entonces. Vi la llegada de la Xbox como una intrusa despreciable y la caída de Sega como un evento indiferente. Mi propio camino apenas se alteró ante estas situaciones, como si las sendas que hubieran brotado ante mis pasos se hubieran cubierto enseguida de maleza nada más aparecer: no valía la pena siquiera pensar en ellas. Casi saliendo de la universidad, jugaba más bien poco. Mi regreso a los videojuegos es otra historia que no vale la pena contar aquí, porque fue una ruta tan hermosa como compleja, y es en cierta forma una que sigo recorriendo ahora mismo. Pero a lo largo de este viaje me he encontrado pensando muchas veces en el verdadero sentido de haber preferido a Sony sobre Nintendo, alegorías de amistad aparte. Ahora sé que puedo jugar muchos títulos de Nintendo 64 en emuladores o en las portátiles que poseen algunas personas que quiero. Pero no es lo mismo. No soy ya esa niña o adolescente impresionable a la que cualquier historia contada con un mínimo de sinceridad era capaz de remecerla hasta los cimientos. Ahora puedo maravillarme con la excelente factura de los clásicos, y aun emocionarme, pero sé que estas experiencias ya no tienen un valor formativo en mí. Jamás me encontraré otra vez preguntándome en serio, como entonces, qué haría tal personaje si estuviera en mi lugar, y menos dedicando mi vida a una disciplina solo por amor a una de esas historias. Jamás volveré a sentir de la misma forma que aquellos nuevos videojuegos podrían ser mis amigos. Y aún no sé cómo debería sentirme al respecto. Aunque pueda conocer al fin un videojuego tan importante como Ocarina of Time, lo que he perdido al no haberlo jugado en el momento en que debía es del todo irrecuperable. Y la hondura de mi cuestionamiento no se basa en pensar si me había vuelto una fanática obcecada, sino en intentar descubrir hasta qué punto mis propias historias habrían sido distintas si hubiera recibido la tutela de The Legend of Zelda en lugar de la saga Final Fantasy. Me es imposible pensar en esa línea temporal en la que elegí a Nintendo y renuncié a Sony, incluso a la manera en que las ruinas del Mar Muerto de Chrono Cross te lo enseñaba: un futuro muerto aun antes de nacer, a causa de las decisiones que tú tomaste en el momento en que la elección apremiaba. No puedo pensar en mi adolescencia ni en la influencia de mis primeros textos narrativos sin Final Fantasy, ni sin todos esos RPG de Squaresoft que jugué esos años. Pero pienso aún en Ocarina of Time y Majora’s Mask, sobre todo ahora que conozco a alguien cuya vida cambió para siempre tras jugarlos en la etapa indicada. Alguien que también, como yo, comenzó a escribir a los catorce años. ¿Son muy distintas nuestras historias actuales y nuestra visión hacia la Fantasía y la creación literaria? No, al contrario. Lo esencial es idéntico; son los matices los que permiten la maravilla de un diálogo con alguien que eligió el camino que tú rechazaste voluntariamente, y viceversa. Entonces llego a comprender que, aunque caminos apartados y distintos, siguen siendo paralelos por sus propias rutas, y que, en rigor, los peligros y las gracias, sino los mismos, son equivalentes. Lo perdido es irrecuperable, pero lo ganado es irrenunciable. No traicioné a Nintendo realmente: lo fui a despedir como se despide a un amigo del que debemos separarnos por diversos motivos, con la promesa de un reencuentro. Y Nintendo y yo volvimos. Hay muchas cosas que ya no compartimos (ha pasado tiempo y no somos los mismos), pero aún podemos sentarnos juntos a jugar los juegos que ambos amamos, sintiéndonos niños otra vez. Pero ese reencuentro no invalida mi experiencia previa. Amo Final Fantasy desde la primera a la novena entrega; pensar en una vida en que no las hubiera amado me sería tan imposible como en su momento lo fue la posibilidad de vender mi SNES. La estrofa final del poema de Frost comienza de manera desconcertante: I shall be telling this with a sigh Somewhere ages and ages hence: Two roads diverged in a wood, and I-- I took the one less traveled by, […] ¿Qué significa ese suspiro? ¿Es una muestra de alivio o de pesar? ¿Y qué clase de camino sería aquel que es el menos transitado? En realidad, yo hice lo contrario: decidí obtener la consola que todo el mundo estaba comprando. Pero ahora entiendo que lo que se esperaba de mí era que siguiera ciegamente los pasos de la compañía que me había iniciado en este mundo, en lugar de atreverme a salirme de ese sendero en busca de nuevos riesgos. Hasta he llegado a entender algo que jamás me habría podido imaginar entonces: que mi separación de Nintendo, al son de la música de los créditos de Kirby Super Star y Yoshi’s Island, fue también parte de la siempre cruda y hermosa experiencia de despedirse de la infancia. Y algo más importante aún: que el hecho de que haya podido reencontrarme con Nintendo en el tiempo insinúa que no todo, quizá incluso la propia infancia, podría estar completamente perdido. Que tal vez aquello con lo que debamos encontrarnos en nuestro viaje saldrá a nuestro encuentro sea cual sea el camino que elijamos y que, por lo mismo, nuestras elecciones tendrán entonces una importancia distinta, más vital que urgente. No sé si podré algún día terminar de entender el poema de Robert Frost (¿se puede siquiera empezar a entender la poesía?), pero por ahora me basta reconciliarme con esta idea: a pesar de todo, he tomado la decisión correcta… […] And that has made all the difference. * Esta entrada fue publicada originalmente en Start Videojuegos en el siguiente enlace.
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